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Mujeres, Paz y Seguridad: Entre luces y sombras, mujeres rurales santandereanas

Por Ana María Mena Lobo*

Rosa María y Raquel Caballero. Dos hermanas que, mientras desembrollan cacao ágilmente, van hablando. Foto: Ana María Mena Lobo

“Una vez hubo un hombre que me dijo a mí que yo era marimacha, que porque yo trabajaba en el campo, que porque yo tomaba la labor del hombre”, cuenta Diana Aguilar mientras limpia las matas de cacao en una vereda aledaña a San Vicente de Chucurí.

Las mujeres rurales en Colombia han afrontado desigualdades en la remuneración de su trabajo, estereotipos de género, falta de oportunidades educativas y múltiples dificultades para lograr su propio financiamiento. Sin embargo, sus luchas han sido constantes: se perciben a sí mismas como amantes de su territorio, portadoras de su identidad y capaces de disminuir las brechas que aún las separan del resto de la población.

Según la Ley 731 de 2002, se considera a una mujer rural a “toda aquella que sin distingo de ninguna naturaleza e independientemente del lugar donde viva, su actividad productiva está relacionada directamente con lo rural, incluso si dicha actividad no es reconocida por los sistemas de información y medición del Estado o no es remunerada”. Además, según el DANE, el 47,1% de las zonas rurales de Santander están ocupadas por mujeres. Las historias de Isolina Rueda, Sandra Díaz, Marina Rugeles, Esperanza Gómez, Diana Aguilar y Raquel Caballero, dibujan el panorama de las mujeres rurales santandereanas: entre luces y sombras.

El trabajo

Marina Rugeles está haciendo un aseo general en su casa, pues están construyendo un área nueva. Mientras su esposo esparce el cemento, ella y su hija arreglan el comedor por aquí, las matas por allá, la cocina organizada. A Marina le gusta el campo, la tranquilidad de su casa y ahora está entusiasmada por estrenar la nueva construcción. Entonces, recuerda que en algunos momentos de su vida se enfrentó a la ingratitud social de su trabajo:

“Llegan y le preguntan a uno: ‘Ay, ¿Usted qué hizo?, no hizo nada’”.

Ella reconoce que prefiere el trabajo del campo a estar en la casa; al menos en algunas ocasiones, se le remunera mejor el día como obrera que con la ingratitud en el hogar. Marina se refiere a lavar, cocinar, ordenar; hasta aquí todo igual, pues las mujeres de áreas urbanas también se dedican a estos oficios; pero la alarma crece cuando, según el DANE, el 49.3% de las personas que viven en áreas rurales están de acuerdo con que el deber de un hombre es ganar dinero y el deber de la mujer es cuidar del hogar y la familia.

No se trata de que la familia de Marina no valore su trabajo—de hecho cuenta que fue muchos años antes de establecer su hogar cuando vivió estas situaciones—sino que la población de mujeres rurales está más expuesta a este tipo de vivencias debido a las desigualdades de género que persisten en el territorio.

El antropólogo Óscar Rueda explica porque históricamente se han legitimado estos imaginarios sociales:

“La distribución del trabajo en el campo no tiene que ver con las habilidades físicas ni con las habilidades intelectuales, simplemente tiene que ver con que las actividades más rentables casi siempre van a hacer asumidas por los hombres, mientras las actividades menos valoradas, tanto económica como socialmente van a ser asumidas por las mujeres”.

Marina Rugeles en una de las tareas a las que más tiempo le dedican las mujeres rurales: alimentar los animales de las fincas. Foto: Ana María Mena Lobo

Pero no son solo las labores de la casa las que son minimizadas, algunas mujeres tienen que ir al trabajo de campo y el panorama no es muy distinto.

A Diana Aguilar le resbalan las gotas de sudor por el rostro. Ella, con un palo en el hombro mientras camina, cuenta su rutina, la rutina de una mujer rural santandereana:

“Madrugo a las cuatro de la mañana, le entrego el desayuno a mis hijos, le doy el desayuno a los obreros. Luego comienzo a trabajar con ellos. Arranco, me voy a las doce. Ellos van hasta la casa a almorzar, vuelvo otra vez con ellos desde la una hasta las cinco de la tarde. Mi hija me colabora con la comida, luego le ayudo a ella a servirle la comida a los obreros; si veo que no tengo leña rajada, me pongo a rajar la leña. Y si no es a macanear (cortar césped), es a coger cacao, a coger cacharro por ahí cuando hay y a limpiar la mata de cacao”.

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Diana, madre de cuatro hijos, sube la cima del cacaotal sin ningún esfuerzo físico aparente. Con el cabello recogido y contando sobre las muchas culebras que con suerte ha esquivado, se prepara para el oficio. Ella es la única mujer entre los cuatro hombres que la acompañan: su esposo, su hermano, su hijo y un obrero; no demuestra inseguridad, ni da vueltas en el asunto: comienzan a macanear.

Ver a una mujer macaneando, subiendo a los árboles por aguacates, mandarinas o, como ellas dicen, ‘limpiando’ la mata, se ha vuelto habitual en la vereda; pero la remuneración del trabajo, en varias ocasiones, difiere de lo recibido por los hombres.

En los treinta y tres años de trabajo agrario de Diana, recuerda que cuando era niña luchó para ganarse su primer jornal y hoy, cuando en ocasiones lo puede ganar, piensa únicamente en sus hijos: “cuando uno no quiere los hijos, le resbala todo. Yo amo a mis hijos, los adoro y tengo que conseguir todos los días el sustento para lo que necesiten […] yo acá lo que gano es para mis hijos. Yo que tengo a mis hijos, debo pensar primero en ellos”.

Y es que históricamente, también se le ha establecido a las mujeres el rol de encargarse del hogar, de estar pendiente del núcleo familiar y pensar en él. ¿Los hombres, al ganar su jornal, piensan directamente en sus hijos o solo las mujeres, por su responsabilidad social heredada, deben asumir ese papel?

Doña Sandra en uno de sus lugares favoritos. Esparcir el cacao en la elba es uno de los oficios más realizados por las mujeres de las fincas. Foto: Ana María Mena Lobo

La remuneración equitativa del trabajo se suma a otra de las problemáticas. Aunque en el caso de Diana, puede llegar a ganar igual que sus compañeros hombres, la realidad es que para 2021 el 92,9% del trabajo de las mujeres rurales a nivel nacional no era remunerado, según cifras del DANE. A esto se le suma los estereotipos de género, de los que muchas mujeres como Diana son víctimas por asumir ‘trabajos propios de los hombres’ en el campo.

Entonces, las mujeres rurales, ya sea por su condición social o por su gusto por el trabajo del campo, se ven inmersas en escenarios de ingratitud, desigualdad y discriminación por las labores que ejercen. Y, como la misma Diana afirma: “a uno de mujer sí le toca enfrentarse, tomar las riendas y salir adelante”.

Sus lugares

Pero no todo son luchas y problemáticas. Las mujeres rurales se identifican con su territorio, aman su tierra y tienen sus lugares favoritos.

Raquel Caballero está desembrollando cacao. Para ella, al igual que para Sandra Díaz, el cacaotal es su lugar favorito. “El trabajo del campo es maravilloso, es muy bonito y uno también tiene sus entraditas” afirma doña Raquel, sentada con un balde entre las piernas rebosando de pepas de cacao.

Para Marina Rugeles, uno de sus oficios favoritos es echarles comida a sus animales; especialmente a las gallinas. Y es que cuando la ven, pareciera que la conocieran, se acercan y la rodean. Entonces, en algunas ocasiones, doña Marina cree que logra una conexión especial con las aves.

El hecho de que las mujeres rurales, en medio de tantas sombras para su oficio, tengan un lugar favorito indica que sí hay otras posibilidades; además, según Rueda, la importancia de la mujer en el campo es bastante clara, “prácticamente el agro gira, si no por el trabajo de la mujer, también por el cuidado que ellas tienen en torno al lugar de residencia”.

La conexión con los animales es inevitable cuando todos los días se está en contacto con ellos. Isolina Rueda le habla a 'Avioneta'. Foto: Ana María Mena Lobo

De esta forma, la huerta y el jardín son dos lugares claves tanto para la seguridad alimentaria del hogar, como para el embellecimiento del terreno. Para doña Isolina, el lugar favorito es su huerta, pues allí va aprendiendo cada día cosas distintas y siente que puede hacer la diferencia; además, para ella la cocina también es un lugar preferido: “me divierte, lo gozo; me parece rico saber que lo que yo preparo les va a gustar” comparte doña Isolina.

Para doña Esperanza, la cosa es distinta, le encanta coleccionar antigüedades; así que en medio de todos los artefactos que tiene, se destaca su ‘Salón del Té’. Un espacio específico de la casa—que de por sí parece una tacita por su limpieza—para coleccionar tasas internacionales y nacionales de las múltiples formas de consumir bebidas calientes.

*Ganadora en la tercera edición del Premio Nacional de Periodismo Mujeres, Paz y Seguridad

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